La Reserva Federal acaba de aplicar una nueva subida de los tipos de interés de 75 puntos básicos, la cuarta desde principios de año, en respuesta al aumento de la inflación, que en junio alcanzó un récord de 40 años, con un 9,1%. Aunque las cifras pueden parecer, a primera vista, similares a las que hemos experimentado en Europa, la inflación estadounidense se ha visto impulsada por una dinámica diferente, que refleja más los factores internos que los externos. En este contexto, los mercados prevén un nuevo endurecimiento en los próximos meses, seguido de recortes de los tipos el próximo año, estimulados por la contracción de la economía. De hecho, la economía estadounidense se contrajo durante dos trimestres seguidos en la primera mitad del año cumpliendo, a primera vista, la definición de una recesión técnica.
Pasando a este lado del Atlántico, el BCE apostó por una subida de 50 puntos básicos en julio, la primera desde 2011, poniendo fin a la era de tipos de interés negativos iniciada en 2014. Tras subestimar el nivel de inflación y su persistencia desde el pasado verano, el BCE se encuentra ahora en una situación potencialmente incómoda: probablemente forzará una recesión para luchar contra las presiones inflacionistas que se originaron en otros lugares -en concreto, los cuellos de botella de la oferta y la crisis energética- para salvaguardar la estabilidad de los precios.
Dicho esto, sería un terrible error que la lucha contra las actuales perspectivas inflacionistas de la zona euro recayera exclusivamente en el BCE. Supondría unas tasas aún más altas -y por tanto menos inversiones- con pérdida de puestos de trabajo, especialmente entre los grupos de trabajadores más vulnerables. De hecho, esto es lo que ocurre cuando se combate la inflación mediante la compresión de la demanda agregada; por otro lado, si los precios suben, los responsables políticos podrían ampliar la oferta para mitigar las presiones inflacionistas. Es cierto que se necesita algún tiempo para ello, pero el aumento de los precios de la energía ha llegado para quedarse. También lo son las tensiones geopolíticas y, con ellas, los cuellos de botella en el suministro y las interrupciones en la cadena de valor.
No quiero sugerir que haya que quitarle dinero al contribuyente europeo medio mediante impuestos más altos para reducir aún más su capacidad de gasto. Me refiero más bien a la necesidad aún más imperiosa de aplicar políticas de crecimiento, por ejemplo, garantizando que: i) que los enormes desembolsos de inversión financiados en respuesta al estallido de la pandemia -en su mayoría en el marco de la NextGenerationEU- avancen sin demora para aumentar tanto la oferta como el crecimiento potencial; ii) se revise la política energética fijando objetivos de descarbonización más realistas y acordes con la nueva realidad geopolítica en la que nos encontramos; iii) las leyes y regulaciones de la competencia se promulgan especialmente frente a las grandes corporaciones, no sólo frente a las pequeñas empresas.
Las prioridades anteriores, aunque sean de forma sencilla, serían muy coherentes con las opiniones conservadoras en Europa. Según una encuesta reciente, los ciudadanos cuyas opiniones coinciden con las del ECR valoran mucho el mercado único y las oportunidades económicas que conlleva. Abordar las no tan transitorias presiones inflacionistas con una agenda centrada en el crecimiento mitigaría la inflación al tiempo que crearía una UE más próspera en beneficio de todos.
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