La derrota de Kamala Harris y el regreso de Donald Trump
En los últimos años, Kamala Harris había sido presentada como el rostro del futuro progresista de Estados Unidos. Mujer, afroamericana y asiática, encarnaba el sueño progresista de un liderazgo inclusivo y multicultural. La elección perfecta para derrotar a los «villanos» republicanos y dar paso a un «nuevo orden mundial». Cuando Joe Biden la eligió como compañera de fórmula, muchos comentaristas lo calificaron de paso innovador, de punto de inflexión en la historia estadounidense. Harris no era sólo una política; era un símbolo, un estandarte para quienes creían que Estados Unidos podía convertirse en el faro de un nuevo orden mundial que promoviera incondicionalmente la ideología woke. Sin embargo, a pesar de los elogios y el entusiasmo de los medios de comunicación, la carrera política de Kamala Harris ha estado plagada de controversias. Durante su mandato como Fiscal General de California, Harris tuvo que hacer frente a acusaciones de defender políticas que perpetuaban el encarcelamiento masivo, que afectaba especialmente a las minorías. Más tarde, su mandato como Vicepresidenta fue muy criticado por su incapacidad para abordar crisis clave, como la oleada migratoria en la frontera sur de Estados Unidos. Sus apariciones públicas se consideraron a menudo poco convincentes, con repetidas meteduras de pata y una actitud percibida como distante e inauténtica. El ascenso de Harris a la fama se vio impulsado por una combinación de política de identidad y apoyo de los medios de comunicación, que la pintaron como la sucesora inevitable de Joe Biden. Muchos la veían como la candidata que finalmente rompería el techo de cristal definitivo: convertirse en la primera mujer presidenta de Estados Unidos. Pero bajo la superficie se hicieron evidentes las grietas de sus cimientos políticos. Las encuestas mostraban una falta de entusiasmo incluso entre los principales votantes demócratas, y muchos cuestionaban sus dotes de liderazgo y su capacidad para conectar con los estadounidenses de a pie. Cuando llegaron las elecciones de 2024, muchos esperaban que Kamala Harris aprovechara su visibilidad y aspirara a la presidencia. Los medios progresistas la retrataron como la figura destinada a derrotar a Donald Trump, que preparaba su regreso a la escena política. Pero la narrativa progresista recibió un duro golpe: Harris no sólo perdió, sino que lo hizo de forma decisiva, subrayando la desconexión entre la élite progresista y el resto del país. ¿Qué revelaron los resultados? Los republicanos se aseguraron el voto popular, la Cámara de Representantes, el Senado y la presidencia de Estados Unidos. Por no hablar de las vergonzosas escenas que tuvimos que presenciar en la mayor democracia del mundo. ¿Podría un candidato republicano soportar intentos de asesinato? ¿Podría verse obligado a hablar tras un cristal blindado? Imagínate si hubiera ocurrido lo contrario: cuál habría sido la reacción. En lugar de eso, ese disparo sólo hizo ruido cuando salió del cañón, y luego los medios progresistas parecieron olvidarse por completo de él. Donald Trump, por su parte, demostró una vez más su capacidad para resonar en el corazón de Estados Unidos. Hablar a las «tripas» de la nación no equivale a populismo, en contra de lo que muchos han dicho. Significa transmitir un mensaje claro, basado en temas concretos como la economía, la seguridad y el control de la inmigración, que recuperó la confianza del pueblo estadounidense. Mientras los progresistas seguían debatiendo sobre la identidad de género y la «justicia climática», Trump se centró en el empleo, la familia y la soberanía nacional.
¿El resultado? Una victoria aplastante que frenó las ambiciones políticas de Kamala Harris y restableció el liderazgo conservador en la Casa Blanca. La campaña de Trump también puso de relieve un cambio ideológico más amplio en la política estadounidense. Su capacidad para galvanizar a los votantes en bastiones tradicionalmente demócratas puso de manifiesto una creciente frustración con las políticas progresistas, percibidas como alejadas de la realidad. Al centrarse en cuestiones tangibles -el aumento de la inflación, los índices de delincuencia y la seguridad fronteriza-, Trump redefinió la narrativa, demostrando que no se podían ignorar las preocupaciones de los estadounidenses de a pie. Esta victoria no fue un mero triunfo personal de Trump, sino una reafirmación de los valores conservadores como piedra angular de la gobernanza estadounidense.
El Modelo Migratorio Italia-Albania: Un ejemplo para Europa
Mientras Estados Unidos celebraba el regreso de Donald Trump, Europa discutía otro modelo conservador que captó la atención internacional: el acuerdo migratorio entre Italia y Albania. El gobierno italiano, dirigido por una coalición de centro-derecha con Hermanos de Italia como principal partido, llegó a un acuerdo con Albania para gestionar los flujos migratorios de forma más eficaz. El acuerdo estipula que los inmigrantes irregulares que desembarcan en Italia son trasladados a centros de acogida en Albania, donde se tramitan sus solicitudes de asilo. Sólo aquellos a los que se conceda el estatuto de refugiado podrán entrar finalmente en la Unión Europea. Se trata de una estrategia clara para disuadir la inmigración ilegal. Una política no «a espaldas de los inmigrantes», como algunos han intentado enmarcarla, sino contra los traficantes de seres humanos que explotan la desesperación de los que huyen. Este modelo, que recuerda a la política del Reino Unido con Ruanda, fue recibido con escepticismo por algunas organizaciones humanitarias y parte de la judicatura italiana. El enfrentamiento fue duro. Los partidos de la oposición lo tacharon de inhumano y contrario a los principios del derecho internacional. El poder judicial, concretamente el sistema jurídico italiano, intentó bloquear la iniciativa, argumentando que Albania no era un «país seguro» para acoger a solicitantes de asilo. Cabe señalar que Albania es una nación que ha solicitado su adhesión a la Unión Europea. El acuerdo también refleja un enfoque pragmático de un problema que viene de lejos. Italia, a menudo en primera línea de la crisis migratoria de Europa, trató de aliviar la carga de sus recursos al tiempo que enviaba un mensaje firme contra la inmigración ilegal. Al implicar a Albania, el gobierno italiano demostró que las asociaciones regionales pueden ofrecer soluciones viables a problemas complejos. El acuerdo no sólo beneficia a Italia, sino que también ofrece a Albania incentivos económicos y la oportunidad de reforzar sus lazos con la UE. Sin embargo, hace sólo unos días, el Tribunal Supremo italiano dictó una sentencia que dio un vuelco a la situación. El Tribunal determinó que la decisión sobre qué países son «seguros» corresponde únicamente al gobierno, no al poder judicial. Este veredicto representa una victoria para el poder ejecutivo y un paso importante hacia una gestión más eficaz de la inmigración. Además, puso de relieve una cuestión crucial: en una democracia, el poder de decisión en materia de política exterior y seguridad nacional no puede subordinarse al activismo judicial. El modelo Italia-Albania ya ha recibido elogios de varios países europeos, que ven en esta solución una posible salida a la crisis migratoria que asola el continente. Mientras la Unión Europea sigue deliberando sobre la reforma del sistema de Dublín, Italia ha demostrado que es posible un enfoque pragmático y decidido. El mensaje es claro: debe respetarse la soberanía nacional, y las políticas migratorias deben dar prioridad a la seguridad y el bienestar de las comunidades locales. La determinación del gobierno italiano de aplicar esta política a pesar de la importante oposición sirve como testimonio de su compromiso de proteger a sus ciudadanos y recuperar el control sobre sus fronteras. Los únicos que parecen no ser conscientes del fracaso que supone oponerse a una iniciativa de este tipo son la izquierda italiana. Seamos claros: nadie está pidiendo al Partido Democrático que apoye al gobierno. Eso sería absurdo.
Pero hay una diferencia entre oponerse e ignorar la realidad de que incluso la mayoría de los gobiernos europeos (no dirigidos por partidos conservadores de derechas) han reconocido la validez de esta idea. Quizá sea hora de recalibrar la balanza hacia la realidad.
Conclusión
Kamala Harris, el símbolo de la narrativa progresista, perdió ante un Donald Trump que comprendió las verdaderas preocupaciones de los estadounidenses. Al otro lado del Atlántico, el modelo migratorio Italia-Albania supone una derrota para el activismo judicial y una victoria para quienes creen en la soberanía nacional y el control de la inmigración. La lección es clara: las ideologías utópicas alejadas de la realidad rara vez encuentran tracción en un mundo que exige soluciones concretas. Ya se trate de elecciones o de políticas migratorias, el pragmatismo y la determinación siguen triunfando sobre quienes se engañan pensando que los símbolos pueden sustituir a la sustancia. Y, sobre todo, hay una gran diferencia entre la narrativa y la vida real. Periodistas, analistas y corresponsales se pasaron meses contándonos lo malos y perversos que eran los republicanos estadounidenses y la derecha italiana.
¿Qué sucedió? Donald Trump ganó las elecciones presidenciales estadounidenses, y Giorgia Meloni, además de seguir ganando apoyos tras dos años en el gobierno (una rareza en la política italiana), fue coronada como la figura política más influyente de Europa. Tras décadas en las que la izquierda parecía inexpugnable por su control de los centros de poder, la derecha se enfrenta ahora a la tarea de dar el empujón final. No para convertirse en una mala copia de la izquierda en la gestión del poder, sino para vislumbrar un nuevo mundo en tiempos de guerra y conflicto y devolver a Occidente la centralidad que merece.